El
tiempo de Navidad comienza con las I Vísperas de la Solemnidad de la Natividad del Señor
(Navidad) y se extiende hasta la solemnidad de la Epifanía del Señor
(Bautismo del Señor).
10 Secretos de la Navidad para una sociedad posmoderna.
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La Navidad es inagotable. Después de dos mil años,
sigue ilusionando a los niños, inspirando a los artistas, arrobando a los
místicos y movilizando al mundo entero. Basta recorrer las principales
avenidas y comercios del orbe a partir de noviembre para sentir la fuerza del
fenómeno. Y esto en una cultura que es llamada ya por muchos
"post-moderna"; es decir, que dejó atrás la modernidad y se ha
vuelto "ultramoderna", sobre todo por su dominio técnico y
científico, su estructuración geopolítica y social y su configuración global.
En esta nueva edad
de la humanidad, contrasta cada vez más la celebración de la Navidad con la
tradición de la Navidad. Las tradiciones, en general, están muy devaluadas.
Se ha difundido la idea de que son algo que se hace sólo por costumbre,
inercia o imposición social o religiosa. Muy al contrario, las tradiciones
son como las mejores
prácticas de la humanidad, amasadas en forma de costumbre o
recurrencia, precisamente para que no se pierdan. Las tradiciones tienen un
núcleo interior, un sentido profundo que inspira y da significado a la
celebración exterior.
La celebración
de la Navidad, sin embargo, está siendo cada vez más superficial y material.
Y a medida que se va imponiendo un modelo pagano y comercial de celebrarla,
se va perdiendo su riqueza profunda y su encanto. Hacen falta nuevos puentes
entre tradición y
postmodernidad. Sin duda, hay muchos elementos que depurar en
ciertas tradiciones. Pero es preciso redescubrir el valor de las sanas
tradiciones, si no queremos perder irresponsablemente riquezas atesoradas por
la humanidad a lo largo de siglos y milenios.
La Navidad es la tradición por excelencia. Aunque
inmediatamente hay que aclarar que la Navidad es mucho más que una tradición.
Es un acontecimiento.
Un evento histórico o, mejor, "metahistórico",
en el sentido de que rebasa, desborda y envuelve la historia misma,
iluminándola y dándole su pleno significado. Por eso, la Navidad jamás será
obsoleta. Y por eso también hoy tiene tanto que decirle a nuestra cultura
postmoderna. Las siguientes reflexiones son sólo un botón de muestra.
1- El
secreto del burro y el buey: la calma
La nuestra es una sociedad apresurada. No tenemos
tiempo para nada. Parecemos "malabaristas" de la existencia:
sentimos la presión de mantener muchos roles y responsabilidades en el aire y
la limitación de contar sólo con "dos manos".
Y se nos nota: la prisa nos apremia; y también nos
maltrata. Más allá de los estragos del stress, tan bien documentados, a veces
cometemos errores muy básicos por no dedicarle a cada cosa su tiempo. No hace
mucho, al bajar del coche, por la prisa, cerré la puerta sin estar
"completamente fuera". ¿El resultado? Un dedo "machucado"
y algunas estrellas.
El burro y el buey, siempre presentes en los
nacimientos, tienen un secreto que ofrecernos: la calma. La tradición de
colocar estos dos animales junto al pesebre del Niño Jesús no es ornamental.
Tiene fundamento bíblico: "Conoce el buey a su dueño, y el asno el
pesebre de su amo", escribe el profeta Isaías (1, 3)
Recuerdo el gesto sereno y apacible del burro y del
buey del nacimiento que poníamos en casa. Dos modelos humanos difícilmente
hubieran podido expresar tanta calma. El burro y el buey simplemente
"están". No se mueven. No caminan. No se marchan. No tienen ninguna
prisa.
La calma supone saber
estar donde se debe estar en cada momento. Claro, supone también
una buena organización personal y claridad de prioridades. Si quieres calma
-parecen decirnos estos animales- dale prioridad a Dios. Ellos reconocieron
en el Niño Jesús a su "dueño y amo". En otras palabras, no tenían
otro lugar mejor donde estar en ese momento. Si Dios fuera siempre nuestra
prioridad, y le dedicáramos tiempo a la oración, al trato con Él, seguramente
tendríamos más calma. No por tener menos cosas que hacer, sino por hacer las
que realmente importan. Por lo demás, el tiempo no existe ni importa cuando
estamos con aquellos que amamos.
"Ustedes tienen el reloj; nosotros tenemos el
tiempo", decía un viejo beduino del desierto a un turista. Aprendamos
del burro y el buey a no dejarnos presionar tanto por las manecillas. Y menos
cuando estemos en oración. Nunca como entonces se puede saborear la serena
alegría de estar junto a Dios en plena calma.
2. El secreto de José: la
providencia
Nuestra sociedad se ha vuelto demasiado racional. El concepto
viene del latín "reor,
ratum", que significa calcular. En otras palabras, hemos
aprendido a ser calculadores. Ponderamos demasiado ciertas decisiones que
podrían ser más diligentes y valientes si no miráramos tanto su precio en
sacrificio o generosidad. En el fondo, además de mezquindad, el ser
calculadores supone poca confianza en Dios. Lo prevemos y lo programamos todo
para no poner en riesgo nuestra comodidad o conveniencia.
También José habrá hecho sus cálculos y previsiones.
"Será Hijo del Altísimo", le dijo María. Y Él concluyó en su
imaginación: "Nacerá en un palacio, con los mejores médicos. Viviremos
con él en Jerusalén, la capital. Nos darán como casa el Templo de Salomón. Y
vendrán reyes y reinas de todas partes a visitarnos. Ya no tendré que
trabajar de carpintero".
Pero, ¡qué realidad tan distinta! Un inesperado censo
en Belén, el nacimiento en una cueva y la huida a Egipto dieron al traste con
sus ilusiones. Y después el regreso a Nazaret y una larga estancia ahí, sin
pena ni gloria, para terminar muriendo carpintero. La Navidad es una profunda
lección sobre la providencia de Dios, que lleva muchas veces nuestra vida muy
al margen de nuestros cálculos y previsiones.
Confiar en la providencia es la actitud más realista.
Nadie tiene el control total de su destino personal, matrimonial, familiar,
profesional, etc. No lo tuvo José; menos lo tendremos nosotros. Y es mejor
que así sea. La apertura a la providencia divina nos ubica en nuestra
realidad de creaturas de un Dios que ve y actúa más allá de las
circunstancias prósperas y adversas, llevando siempre las cosas en el modo
que más nos conviene. Fue el caso de José; y puede ser también el nuestro si
aprendemos, como él, a confiar en la Providencia.
3. El secreto de los ángeles: la
espiritualidad
Nuestra sociedad se ha vuelto cada vez más física. No en el sentido
científico, sino corporal. Está obsesionada por el fitness, por la
"buena forma". Los gimnasios están cerca de llegar a ser el negocio
del siglo. Ahora bien, cultivar el cuerpo no tiene nada de malo. El cuerpo es
una dimensión esencial de nuestro ser. Como dijo el filósofo Gabriel Marcel,
propiamente no tenemos un cuerpo; somos nuestro cuerpo.
Posee, por tanto, una altísima dignidad, y merece todo
cuidado y atención. Cada uno es responsable del cuerpo que Dios le dio a modo
de talento para dar fruto en esta vida. Baste pensar que todos nuestros
actos, los ordinarios y los sublimes, entran en escena a través de nuestra
corporeidad; incluso el pensar y el amar.
Pero una cosa es cultivar
el cuerpo y otra muy diferente es dar
culto al cuerpo. El cuerpo nunca ha de ser idolatrado. Porque
nadie debe idolatrarse a sí mismo. Hoy cabría hablar de un cierto narcisismo
corporal. Narcisismo condenado de raíz, como en el caso de la fábula, a una
profunda frustración. El tiempo pasa y deja su indeleble huella de desgaste y
debilitamiento sobre el cuerpo, por más que uno se afane en conservarlo
intacto. Ninguna cirugía, ningún procedimiento, ninguna técnica -por mucho
avance que haya en la materia- es capaz de evitar el envejecimiento. Y
quienes van más allá de lo razonable en este campo, en lugar de envejecer con
naturalidad -que es la manera "bella" de envejecer- envejecen como
monstruos.
Contra esta tendencia "idolátrica" del
cuerpo, los ángeles de la Navidad nos revelan su secreto: el de la
espiritualidad. Ellos, que son espíritus puros, nos enseñan a valorar y a
gozar la vida espiritual. A buscar no sólo una buena "condición
física"; también espiritual. Después de todo, el espíritu nunca
envejece. "Cada uno tiene la edad de su corazón", solía repetir el
beato Juan Pablo II. Y tal vez por eso, a pesar de los achaques de su vejez
corporal, mantuvo siempre un espíritu joven. Basta ver con qué facilidad
conectaba con los jóvenes en las Jornadas Mundiales que él mismo
protagonizaba.
A veces podemos sentir que la vida espiritual es
aburrida, monótona. El canto de los ángeles en Navidad nos recuerda que la
vida espiritual es siempre bella, emocionante minuto a minuto, cualquiera que
sea la condición del cuerpo. No está mal cultivar la buena forma, cuidar la
salud del cuerpo. Pero también -y con mayor razón- hay que cultivar el alma.
Después de todo, como dice una antigua frase latina, "los rasgos del
alma siempre serán más bellos que los del cuerpo".
4. El secreto de María: el silencio
Dos necesidades básicas nos definen: hablar y ser
escuchados. Con el añadido hoy de la tecnología -celulares, redes sociales,
blogs, chateo, etc.- la ecuación queda así: tendencia natural a hablar +
tecnología = sociedad hiperparlante.
Supongo que más de alguno habrá ya querido gritar desde algún punto del
planeta: "¡Basta; cállense todos!".
María tiene un secreto para nuestra ruidosa sociedad:
su silencio. Ella, la gran coprotagonista de la Navidad; la que tendría tanto
que decir, tanto que contar, guarda silencio, medita. Según la narración
evangélica del nacimiento de Jesús, en esos momentos María no dijo una sola
palabra. Su silencio fue el mejor modo de acompañar el acontecimiento más
grande de la historia. Ningún sonido, ninguna melodía hubiera estado a la altura
del momento. Por eso, bien se ha dicho, nada es más solemne que el silencio.
Ahora bien, el silencio de María no fue estéril ni
superficial. Fue el espacio fecundo para reflexionar, profundizar y
contemplar: "María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las
meditaba en su corazón" (Lc. 2, 19). Ella entendió por anticipado lo que
un psiquiatra español diría siglos más tarde: en ciertas ocasiones "la
palabra es plata y el silencio es oro".
El silencio tiene capas. Hay un silencio
"exterior". Importantísimo. Consiste en saber "apagar"
los estímulos sensoriales. Cuánto bien nos haría a todos tener al menos 30
minutos de este silencio al día. No siempre es posible. Pero habría que saber
encontrar algún remanso así a lo largo del día. Los silencios más profundos
son los de la memoria, para evitar malos recuerdos y purificar el pasado; los
de la imaginación, para no anticipar desgracias; los de la susceptibilidad,
para no "atar demasiados cabos" y sentirnos víctimas de todo mundo,
etc., etc. Adquirir la disciplina del silencio no es fácil, pero el fruto
bien vale la pena. El silencio es, en cualquier caso, un guardián del alma.
5. El secreto del pueblo judío: la
esperanza
Nuestra sociedad tiende al pesimismo. No sin razón.
Basta hojear cualquier periódico para lamentar
lo mal que están las cosas. Y así, a fuerza de tragedias y
decepciones, han bajado mucho nuestras reservas de optimismo.
En el fondo, hemos perdido esperanza. Y tal vez por eso
nos hemos vuelto más superficiales. La superficialidad es la enfermedad de
los que no esperan nada. De los que viven en un mundo sin profundidad, sin
relieve, sin montañas que conquistar ni misterios que penetrar. J.P. Sartre
escribió: "La vida es una derrota, nadie sale victorioso, todo el mundo
resulta vencido; todo ha ocurrido para mal siempre y la mayor locura del
mundo es la esperanza". Pues precisamente, esa locura del mundo, la
esperanza, fue por siglos el gran secreto del mundo antes de Cristo; el que
lo puso en una sana tensión, en una espera de Dios que no fue defraudada.
Cuando esperamos algo nos polarizamos, nos cargamos de
ilusión. La esperanza mete un centro de gravedad en nuestra vida, y así nos
saca de la superficialidad. La espera de Cristo ha sido la más grande que el
mundo ha tenido y tiene, pues ahora esperamos su segunda venida. La Navidad
nos lo recuerda cada año. S. Grygiel definió la esperanza como la memoria del futuro.
Conviene recordar siempre que
lo mejor está por venir; que Cristo está por venir. Es el núcleo
del mensaje del Adviento litúrgico.
El optimismo cristiano no es una vana ilusión; es una
educación del alma. El optimista es quien ha sabido educar su mirada para
descubrir lo positivo que se asoma a su alrededor. Y si la crónica del mundo
no camina por donde quisiéramos, no es más que una invitación a mirar más
alto. Después de todo, como diría Lacordaire, la adversidad descubre al alma
luces que la prosperidad no llega a percibir.
6. El secreto de las estrellas: la
humildad
El glamur,
según el Diccionario de la Real Academia Española, es un "encanto
sensual que fascina". En nuestra sociedad equivale a una preocupación
excesiva por la buena apariencia, por el look
más llamativo. En un sentido más amplio, el glamur está presente en casi
todos los sectores. Hay un glamur de los negocios, del deporte, del
espectáculo, de la vida social. En todos los casos, el objetivo es brillar,
impresionar, ser el centro de atención.
A esta sociedad glamurosa, las estrellas de la noche de
Navidad tienen un secreto que ofrecerle: el de la humildad. Las estrellas
sólo brillan en la oscuridad. Cada una brilla con su tamaño y su fulgor
propio, sin complejos ni tontas comparaciones. Las estrellas brillan siempre,
independientemente de si las miramos o no. Las mira Dios, y eso les basta.
"No eres más porque te alaben, ni eres menos porque te desprecien; lo
que eres a los ojos de Dios, eso eres", escribía Tomás de Kempis en el
siglo XV.
Aquella noche de Navidad, las estrellas debieron
brillar maravillosas, sin envidia de la gran estrella posada sobre la cueva de
Belén. Cada una brilló lo mejor que pudo, sin sentirse menos. De haberla
mirado con envidia, se habrían opacado. Porque la envidia es la polilla del
talento (Campoamor). Ellas, en cambio, por su humildad preservaron su
talento. Y por eso hoy, sobre una sociedad ávida de reflectores, de relumbrón
y de flashazos, ellas siguen siendo, sin pretenderlo, las verdaderas
estrellas.
7. El secreto del pesebre: la
pobreza
Una nota novedosa de nuestra sociedad postmoderna es la
ambición. Sin duda, ciertas ambiciones son legítimas. El problema es la
ambición que se torna insaciable. El gran secreto del pesebre fue la pobreza
espiritual, el desprendimiento interior.
Siempre he tratado de imaginar la historia del pesebre;
una historia que, sin duda, fue de más
a menos. Empezó siendo un tambo limpísimo, idóneo para almacenar
agua, aceite o vino. Más tarde fue contenedor de combustible o de lejía.
Después lo destaparon para llenarlo de grano trigo, garbanzo o maíz. Un poco
más rodado y abollado, se convirtió en tambo de basura. Muchos golpes
después, picado y maltratado, cuando ya no servía para otra cosa, lo pasaron
por la sierra y, partido por la mitad, dejó de ser tambo y empezó a ser
pesebre, en el que colocaron paja para vacas y bueyes.
Quizá nunca imaginó, rodando por la pendiente de la
humillación, que llegaría a ser el primer sagrario de la historia, después de
María. El pesebre nos recuerda que muchas veces se es más feliz y afortunado
siendo menos que más; que el camino de la ambición no lleva a ninguna parte; y
que las predilecciones de Dios tienen muy poco que ver con nuestros méritos.
8. El secreto de los Reyes Magos: la
docilidad
Nuestra sociedad presume, con razón, de independencia.
Pero una mal entendida libertad puede llegar a ser una falsa autonomía, que
raya en la ilusión, en la pérdida de referentes morales y de criterios rectos
y claros. Ciertas corrientes de pensamiento han postulado un falso humanismo,
que consiste en borrar a Dios del horizonte para que el hombre pueda ser
plenamente hombre. Su tesis, en resumen, podría enunciarse así: "Si Dios
es, el hombre no puede ser".
Esta postura, sin embargo, constituye un verdadero
drama, que inspiró el título de un libro del teólogo Henri de Lubac: El drama del humanismo ateo.
Años más tarde, el Concilio Vaticano II resumía admirablemente su esencia:
"La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido de Dios
la propia criatura queda oscurecida" (Gaudium
et spes, 36).
En otras palabras, cuando el hombre deja de tener por
referente a Dios, se extravía en un laberinto sin salida. Es aquí donde los
Reyes Magos tienen un secreto maravilloso que ofrecernos: el de la docilidad
a Dios. Ellos se dejaron guiar. Fueron verdaderamente sabios al no fiarse de
sí mismos, de su autonomía; al buscar fuera de sí mismos, en el cielo, la
verdadera razón de su vida y el camino a seguir. Cierto, el camino fue largo
y muchas veces oscuro. Pero en premio a su docilidad, encontraron al
mismísimo Dios, que se hizo carne para ser hallado.
Su docilidad es una lección de sensibilidad a los
auténticos valores y a las inspiraciones de lo alto. Dios nos manda señales;
nos sugiere, nos invita, nos muestra estrellas que seguir. El corazón rebelde
se ciega y endurece; se enferma de lo que la Biblia llama "esclerocardía"
-dureza de corazón-. En cambio, el corazón sensible tiene ojos; y el dócil,
pies. Así puede descubrir las "señales de arriba" y seguirlas con
paciencia, sabiendo que tarde o temprano le llevarán al mejor de los
hallazgos: Dios mismo.
9. El secreto de los pastores: la fe
A nuestra sociedad cada día le cuesta más creer. Es
cierto, muchas certezas se han derrumbado; muchas confianzas han sido
defraudadas, sobre todo en los últimos años. Por eso, más de alguno me ha
dicho: "Ya no sé en qué creer".
El secreto de los pastores fue su fe. Una fe sencilla,
pero viva, operante y alegre. Ellos eran, muy probablemente, hombres sin
educación, sin formación, sin grandes lecturas. Pero aquella noche de Navidad
fueron los hombres más iluminados de la historia. Dice el Evangelio:
"Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y
vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del
Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz" (Lc. 2, 8 - 9). Eso
es la fe: una luz envolvente, que todo lo ilumina: no sólo la noche, también
la vida; no sólo el entorno, también el corazón.
La suya fue una fe sin cuestionamientos.
Inmediatamente, sin mayor deliberación, los pastores se levantaron y se
pusieron en camino. "Y sucedió que cuando los ángeles, dejándoles, se
fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: Vayamos, pues, hasta
Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado" (Lc. 2,
15).
La fe no es sólo "creer" con la mente. Es un
dinamismo interior que nos pone "en movimiento". La fe cambia la
vida. Nunca es estática. Porque nuestro corazón tampoco lo es; siempre busca
un horizonte ilimitado. Las solas expectativas de esta vida le quedan chicas;
y sus motivaciones, también.
La fe de los pastores, por lo demás, tampoco contradijo
su razón. Sólo la iluminó. La llevó mucho más lejos. La abrió a una
revelación que venía de lo alto. Porque, en definitiva, la fe es más una
respuesta que una búsqueda. Los pastores no buscaron a Dios; sólo se dejaron
encontrar por Él.
La fe desemboca en un gran sentido de lo esencial.
Aquella noche, los pastores descubrieron que ya nada importaba, que sólo una
cosa era necesaria: estar junto al Recién Nacido. Quien posee el sentido de
lo esencial capta lo importante, busca lo único necesario, y así simplifica
muchísimo su vida. Fue lo que años después diría Cristo a Marta: "Marta,
Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o
mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será
quitada" (Lc. 10, 41-42).
10. El secreto de la noche de
Navidad: la paz
Se diría que éste último secreto de la Navidad es la
síntesis de todos los anteriores: la paz. San Agustín la definió como la
"tranquilidad del orden". Según los historiadores, durante la noche
de Navidad cesaron las guerras, se hermanaron los pueblos, se reunieron las
familias, y parece que todo el cosmos se puso en paz. El Martirologio romano
subraya este hecho cuando dice que Cristo nació "mientras reinaba la paz
en toda la Tierra".
La paz es un resultado. Algo que encontramos al final del esfuerzo.
Quien renuncia a la prisa, confía en la Providencia, se ejercita en la
espiritualidad, vive el silencio, madura su esperanza, forja su humildad y
pobreza, su docilidad y su fe, seguramente hallará paz.
Parecen demasiados pasos. En realidad, el camino no es
tan largo. Porque todos estos esfuerzos son vasos comunicantes. Quien trabaja
en un aspecto, termina por crecer también en los demás. No hay hombre que ore
sin ejercitar su fe, su abandono en Dios, su pobreza y humildad. Por eso, más
que ver una lista de tareas, tomemos al menos un secreto de la Navidad y
empecemos a vivirlo con empeño e interés. Cualquiera de ellos tiene toda la
virtualidad para cambiarnos la vida y mejorarla notablemente.
Y no olvidemos que el verdadero centro de la Navidad es
Jesús mismo. Él es el Príncipe de la Paz, como lo llama la Iglesia. En Él y
sólo en Él encontraremos la paz. En Él posemos nuestra mirada, confiada y
segura. Quizá el "mundo feliz" que algunos han profetizado no es
tan utópico como pareciera. Porque en realidad no se necesita quién sabe qué
nivel de desarrollo científico y técnico para clonar a la gente y diseñar una
perfecta ingeniería social. Si queremos una sociedad postmoderna
"feliz" -hasta donde es posible en esta vida-, sólo hay que
redescubrir algunos secretos esenciales, poner a Cristo al centro de cada
familia y dejarlo reinar.
Después de todo, Dios sigue siendo el Señor de la vida
y de la historia, aunque no lo parezca. Su victoria sobre el mal -en cualquiera
de sus formas- es ya una realidad. Y, si lo acogemos, su victoria será
también nuestra. O para decirlo de forma más poética, con un himno de la
Liturgia de las Horas, "derrotados la muerte y el pecado, es de Dios
toda historia y su final; esperad con confianza su venida; no temáis, con
vosotros él está. Volverán encrespadas tempestades para hundir vuestra fe y
vuestra verdad, es más fuerte que el mal y que su embate el poder del Señor,
que os salvará".
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