Desde
niño, Martín, fue entregado por su padre al cuidado de una mujer llamada
Isabel. Martín pedía a Isabel una vela de cera. Temiendo un incendio, pero más
que nada por saber lo que ocurría, ella se dejó tentar por su curiosidad, y
acercándose a la habitación del niño, hurgó por las rendijas de la puerta. Lo
que vio la dejó impresionada. Martín estaba quieto, en silencio, y hacía
oración ante la imagen de un crucifijo. Para ese entonces, Martín tenía
alrededor de ocho o nueve años, y la curiosidad de doña Isabel surgió cuando el
pequeño empezó a pedirle una vela todas las noches antes de irse a dormir. Una
vez que descubrió la escena, lo compartió con su hija, Francisca, quien dio el
testimonio que más tarde fue agregado a los ya obtenidos para el proceso de
beatificación de Martín.
Ese Cristo amoroso, que había sufrido de
maneras muy similares a lo que Martín veía cada día, le hablaba en lo más
profundo de su corazón. Estas conversaciones silenciosas durante la noche
marcaron a nuestro santo durante toda su vida. Al igual que Jesús, él también
quería ser un apóstol de la paz en un mundo tan marcado por la violencia.