Luego que el Señor
Jesús se apareció a sus discípulos fue elevado al cielo. Este acontecimiento
marca la transición entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo
exaltado a la derecha del Padre. Marca también la posibilidad de que la
humanidad entre al Reino de Dios como tantas veces lo anunció Jesús. De esta
forma, la ascensión del Señor se integra en el Misterio de la Encarnación, que
es su momento conclusivo. Esta solemnidad ha sido trasladada al domingo 7º de
Pascua desde su día originario, el jueves de la 6º semana de Pascua, cuando se
cumplen los cuarenta días después de la resurrección, conforme al relato de san
Lucas en su Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles; pero sigue conservando
el simbolismo de la cuarentena: como el Pueblo de Dios anduvo cuarenta días en
su Éxodo del desierto hasta llegar a la tierra prometida, así Jesús cumple su
Exodo pascual en cuarenta días de apariciones y enseñanzas hasta ir al Padre.
La Ascensión es un
momento más del único misterio pascual de la muerte y resurrección de
Jesucristo, y expresa sobre todo la dimensión de exaltación y glorificación de
la naturaleza humana de Jesús como contrapunto a la humillación padecida en la
pasión, muerte y sepultura.
En la obra de
conversión universal, por larga y laboriosa que pueda ser, el Resucitado estará
vivo y operante en medio de los suyos: Y sabed que yo estoy con vosotros todos
los días hasta el fin del mundo.
“Las
oraciones de esta solemnidad piden que permanezcamos fieles a la doble
condición de la vida cristiana, orientada simultáneamente a las realidades
temporales y a las eternas. Esta es la vida en la Iglesia, comprometida en la
acción y constante en la contemplación. Porque Cristo, levantado en alto sobre
la tierra, atrajo hacia sí a todos los hombres; resucitando de entre los
muertos envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por él
constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como sacramento universal de
salvación; estando sentado a la derecha del Padre, sin cesar actúa en el mundo
para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella unirlos a sí más
estrechamente y, alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre, hacerlos
partícipes de su vida gloriosa. Instruidos por la fe acerca del sentido de nuestra
vida temporal, al mismo tiempo, con la esperanza de los bienes futuros,
llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos
nuestra salvación”
(Vaticano
II, Lumen gentium 48).