25/03/2016
El padre Ramón Cué S.J escribió la obra “Mi Cristo Roto” en el año 1963. El
libro contiene cuatro relatos que narran la experiencia del sacerdote con una
imagen de Cristo, comprada en una casa de antigüedades de Sevilla. La figura de
Cristo está rota y a partir de allí se desprenden una serie de reflexiones que
nos pueden ayudar a profundizar nuestra contemplación de la figura de Cristo
Cruxificado.
A
continuación ofrecemos el texto completo:
Compraventa
de Cristos
A mi
Cristo roto lo encontré en Sevilla. Dentro del arte me subyuga el tema de
Cristo en la cruz. Se llevan mi preferencia los cristos barrocos españoles. La
última vez, fui en compañía de un buen amigo mío. Al Cristo, ¡Qué elección! Se
le puede encontrar entre tuercas y clavos, chatarra oxidada, ropa vieja,
zapatos, libros, muñecas rotas o litografías románticas. La cosa, es saber
buscarlo. Porque Cristo anda y está entre todas las cosas de este revuelto e
inverosímil rastro que es la Vida.
Pero
aquella mañana nos aventuramos por la casa del artista, es más fácil encontrar
ahí al Cristo, ¡Pero mucho más caro!, es zona ya de anticuarios. Es el Cristo
con impuesto de lujo, el Cristo que han enriquecido los turistas, porque desde
que se intensificó el turismo, también Cristo es más caro.
Visitamos
únicamente dos o tres tiendas y andábamos por la tercera o cuarta.
–
Ehhmm ¿Quiere algo padre?
–
Dar una vuelta nada más por la tienda, mirar, ver.
De
pronto… frente a mí, acostado sobre una mesa, vi un Cristo sin cruz, iba a
lanzarme sobre él, pero frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo, me
conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo
buscaba, era un Cristo roto. Pero esta misma circunstancia, me encadenó a Él,
no sé por qué. Fingí interés primero por los objetos que me rodeaban hasta que
mis manos se apoderaron del Cristo, ¡Dominé mis dedos para no acariciarlo! No
me habían engañado los ojos… no. Debió ser un
Cristo
muy bello, era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz,
le faltaba media pierna, un brazo entero, y aunque conservaba la cabeza, había
perdido la cara.
Se
acercó el anticuario, tomó el Cristo roto en sus manos y…
–
Ohhh, es una magnífica pieza, se ve que tiene usted gusto padre, fíjese que
espléndida talla, qué buena factura…
–
¡Pero… está tan rota, tan mutilada!
– No
tiene importancia padre, aquí al lado hay un magnífico restaurador, amigo mío y
se lo va a dejar a usted, ¡Nuevo!
Volvió
a ponderarlo, a alabarlo, lo acariciaba entre sus manos, pero… no acariciaba al
Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en dinero.
Insistí,
dudó, hizo una pausa, miró por última vez al Cristo fingiendo que le costaba
separarse de Él y me lo alargó en un arranque de generosidad ficticia,
diciéndome resignado y dolorido:
–
Tenga padre, lléveselo, por ser para usted y conste que no gano nada 3000
pesetas nada más, ¡Se lleva usted una joya!
El
vendedor exaltaba las cualidades para mantener el precio. Yo, sacerdote, le
mermaba méritos para rebajarlo… Me estremecí de pronto. ¡Disputábamos el precio
de Cristo, como si fuera una simple mercancía! Y me acordé de Judas… ¿No era
aquella también una compraventa de Cristo? ¡Pero cuántas veces vendemos y
compramos a Cristo, no de madera, de carne, en él y en nuestros prójimos!
Nuestra vida es muchas veces una compraventa de cristos.
Bien…
cedimos los dos… lo rebajó a 800 pesetas. Antes de despedirme, le pregunté si
sabía la procedencia del Cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones.
En información vaga e incompleta me dijo que creía procedía de la sierra de
Arasena, y que las mutilaciones se debían a una profanación en tiempo de
guerra.
Apreté
a mi Cristo con cariño… y salí con Él a la calle. Al fin, ya de noche, cerré la
puerta de mi habitación y me encontré solo, cara a cara con mi Cristo. Qué
ensangrentado despojo mutilado, viéndolo así me decidí a preguntarle:
–
Cristo, ¡¿Quién fue el que se atrevió contigo?! ¡¿No le temblaron las manos
cuando astilló las tuyas arrancándote de la cruz?! ¿Vive todavía? ¿Dónde? ¿Qué
haría hoy si te viera en mis manos? …¿Se arrepintió?
–
¡CÁLLATE!— me cortó una voz tajante.
–
¡CÁLLATE, preguntas demasiado! ¡¿Crees que tengo un corazón tan pequeño y
mezquino como el tuyo?!
¡CÁLLATE!
No me preguntes ni pienses más en el que me mutiló, déjalo, ¿Qué sabes tú?
¡Respétalo!, Yo ya lo perdoné. Yo me olvidé instantáneamente y para siempre de
sus pecados. Cuando un hombre se arrepiente, Yo perdono de una vez, no por
mezquinas entregas como vosotros.
–
¡CÁLLATE! ¿Por qué ante mis miembros rotos, no se te ocurre recordar a seres
que ofenden, hieren, explotan y mutilan a sus hermanos los hombres? ¿Qué es
mayor pecado? Mutilar una imagen de madera o mutilar una imagen mía viva, de
carne, en la que palpito Yo por la gracia del bautismo. ¡Ohh hipócritas! Os
rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera,
mientras le estrecháis la mano o le rendís honores al que mutila física o
moralmente a los cristos vivos que son sus hermanos.
Yo
contesté: “No puedo verte así, destrozado, aunque el restaurador me cobre lo
que quiera ¡Todo te lo mereces! Me duele verte así. Mañana mismo te llevaré al
taller.
¿Verdad
que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta?”
–
¡NO, NO ME GUSTA!— Contestó el Cristo, seca y duramente.
–
¡ERES IGUAL QUE TODOS Y HABLAS DEMASIADO!
Hubo
una pausa de silencio. Una orden, tajante como un rayo, vino a decapitar el
silencio angustioso:
–
¡NO ME RESTAURES, TE LO PROHIBO! ¡¿LO OYES?!
– Si
Señor, te lo prometo, no te restauraré.
–
Gracias— me contestó el Cristo. Su tono volvió a darme confianza.
–
¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo. ¿No comprendes Señor, que
va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado? ¿No
comprendes que me duele?
–
Eso es lo que quiero, que al verme roto te acuerdes siempre de tantos hermanos
tuyos que conviven contigo; rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin
brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han
cerrado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los
olvidan y les vuelven la espalda. ¡No me restaures, a ver si viéndome así, te
acuerdas de ellos y te duele, a ver si así, roto y mutilado te sirvo de clave
para el dolor de los demás! Muchos cristianos se vuelven en devoción, en besos,
en luces, en flores sobre un Cristo bello, y se olvidan de sus hermanos los
hombres, cristos feos, rotos y sufrientes.
Hay
muchos cristianos que tranquilizan su conciencia besando un Cristo bello, obra
de arte, mientras ofenden al pequeño Cristo de carne, que es su hermano. ¡Esos
besos me repugnan, me dan asco!, Los tolero forzado en mis pies de imagen
tallada en madera, pero me hieren el corazón. ¡Tenéis demasiados cristos
bellos! Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada. Y estáis en peligro
de quedaros en la obra de arte.
Un
Cristo bello puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huida del
dolor ajeno, tranquilizando al mismo tiempo la conciencia, en un falso
cristianismo. Por eso
¡Debieran
tener más cristos rotos, uno a la entrada de cada iglesia, que gritara siempre
con sus miembros partidos y su cara sin forma, el dolor y la tragedia de mi
segunda pasión, en mis hermanos los hombres! Por eso te lo suplico, no me
restaures, déjame roto junto a ti, aunque amargue un poco tu vida.
– Si
Señor, te lo prometo— contesté. Y un beso sobre su único pie astillado, fue la
firma de mi promesa. Desde hoy… viviré con un Cristo roto.
.
Dios
tiene mano izquierda
La
misma tarde que compré mi Cristo, le pregunté al anticuario dónde estaría el
brazo derecho.
–
¡Oh, imposible encontrarlo! –me contestó— Y no crea usted que no revolvimos ya
todo el pajar en donde estaba tirada la imagen mutilada. Encontramos, eso sí,
la pierna izquierda y se la pegamos pero de la mano derecha ¡Ni rastro!
El
anticuario no sabía Señor por dónde andaba tu mano derecha, pero Tú, Tú sí que
lo sabes, la estás desclavando continuamente y se te escapa siempre. No, no me
extraña que no la tengas, anda por ahí, invisible pero eficaz.
¡¿Quién
no siente de vez en cuando, el suave roce de la mano llagada de Cristo?! Esa
mano invisible que, sin llamar a la puerta, se mete en todas partes; en el
hospital, en el lecho de muerte, en la oficina, en el despacho, en la fábrica,
en el cine, en el teatro. Se cuela de puntillas como una ráfaga luminosa y
musical. No podemos dar un paso por la vida sin tropezar con la mano de Dios.
Pero tú, Cristo mío roto, sólo tienes mano izquierda.
Y me
imaginé que decía, después de sentir que mi Cristo sonreía silencioso: “Qué
poco y mal me conocéis, ¿Qué sería de vosotros los hombres si yo no tuviera
mano izquierda?, La tengo, pero no para evitar que me crucifiquen, sino para
conseguir que mi padre no os condene, Yo no uso mi mano izquierda para salvarme
de la cruz, sino para salvaros del infierno, ¿Lo comprendes ahora?”
Toda
la aventura trágica y divina de nuestra vida, está en dejarnos guiar por las
manos de Dios. Pero hay en nosotros un elemento difícil, esquivo, peligroso: la
libertad. Y Dios la respeta misteriosamente, infinitamente.
Para
conquistarnos dispone Dios de dos manos, la derecha y la izquierda que
representan dos técnicas y dos tácticas. La mano derecha es clara, abierta,
transparente, luminosa. La mano izquierda busca atajos, da rodeos, es cálculo,
diplomacia, no tiene prisa, si es necesario actúa a distancia y finge la voz,
pero aunque izquierda no es maquiavélica ni traidora, porque la mueve el amor.
Para
cada alma Dios tiene dos manos, pero las emplea de modo distinto porque todas
las almas son diferentes. Con la derecha, como a palomas blancas o a ovejas
dóciles,
Dios
guiaba a Juan Evangelista, a Francisco de Asís, a Juan de la Cruz, a Francisco
Javier, a las dos Teresas…
Para
conquistar a Pedro, a Pablo, a Magdalena, a Agustín, a Ignacio de Loyola, Dios
tuvo que emplear la izquierda. Ante la mano derecha, se rebelan, entonces entra
en juego la izquierda, busca un disfraz y se trueca en rayo, en bala, trata de
ser freno que nos detenga, quiere alzarnos del barro en que caímos, se nos mete
en el pecho para ver si logra ablandar nuestros corazones. Sus recursos son
infinitos, hoy la disimula con modernos y actuales disfraces, es el ser más
actual…
¡Se
rompe una presa que arrastra mis fincas! Tengo un descuido inexplicable en el
trabajo, y la máquina me siega un brazo. Íbamos en coche a 100 por hora, nos salió
inesperadamente un camión, murieron en el acto mi mujer y un hijo, y quedé solo
en la vida. Jamás he tenido una enfermedad, pero me dice el médico que tengo
algo incurable…
Ante
la mano izquierda de Dios, la primera reacción es un grito de rebeldía y desesperación,
olvidamos la presa, el coche, el traidor, la muerte, porque adivinamos que
ellos no tienen en definitiva la culpa, presentimos a Dios como responsable de
ese dolor, que por ser tan terriblemente profundo, no puede venir de las
criaturas y lógicamente nos encaramos a Dios. ¡Le gritamos, le emplazamos, le
protestamos, le exigimos, le desafiamos, le condenamos! “¡PADRE…! ¡SI FUERAS
PADRE, NO ME TRATARÍAS ASÍ!” Gritamos, protestamos, nos rebelamos y luego… nos
quedamos solos.
Y
vienen las primeras lágrimas nerviosas y quemantes, y sin darnos cuenta, la
primera oración. Volvemos a protestar contra Dios, contra nuestra primera
oración… Sucede el cansancio, las lágrimas ya son más serenas, ya rezamos sin
protestar, tenemos ganas de besar algo, ¿Qué? Oh sí, eso, ya lo encontramos, un
crucifijo, y con un beso le decimos a Dios, que está bien lo que Él disponga…
Terrible,
violenta, dura, implacable, pero bendita mano izquierda de Dios. Se formulan
absurdas expresiones: “Bendita presa que se rompió, arrasó mi fábrica, pero me
acercó a Dios, yo andaba muy lejos de Él”.
Cristo
mío roto, te lo digo en nombre mío y de todos, porque todos somos valientes
para pedírtelo desde ahora: Señor, si no basta para salvarnos la ternura de tu
mano derecha, desclava tu izquierda, disfrázala de lo que quieras: fracaso,
calumnia, ruina, accidente, muerte. Cristo, que seamos hijos de tu mano, de tu
derecha o de tu izquierda.
A la
cabecera de tu cama, amigo, o en tu mesita de noche, tienes un Cristo clavado
en la cruz, ¿Por qué esta noche, antes de acostarte, no le besas la mano
izquierda? Dios sabrá compensarte ese gesto de valor y resignación cristiana.
Se
ha perdido una Cruz
¡Atención!
Se ha perdido una cruz y no se da con ella, es la de mi Cristo roto. ¿Alguno de
vosotros, ha encontrado una cruz? ¿Queréis las señas? ¿El tamaño? No es muy
grande, pero es una cruz y no hay cruz pequeña, además es una cruz para Cristo
y entonces no hay modo de medirla, con estas señas basta porque en definitiva
todas las cruces son iguales.
Perdonad
pues mi insistencia, ¿Quién de nosotros no ha encontrado una cruz? Mejor dicho:
¿Quién no tiene una cruz? Es un derecho de propiedad irrenunciable que se está
ejerciendo siempre, todos la llevamos. La llevamos encima, a cuestas, aunque no
se nos vea, aunque sonriamos.
A
veces por oculta, es más pesada. Esta noche al acostarnos, no podremos dejarla
colgada en la percha, al levantarnos mañana, no será necesario vestírnosla,
saltaremos de la cama con ella ya puesta.
¿Que
quién ha encontrado una cruz? Todos… todos, buenos y malos, santos y
criminales, sanos y enfermos, ni siquiera respeta a los que parecen desafiar el
dolor con las carcajadas y juergas de su vida.
Esa
pobre mujer, que repintada y aburrida espera sentada a la barra de la cafetería
o arrimada a la esquina estratégica, lleva una pavorosa cruz a cuestas, pesa
tanto, que se apoya recostándose en la esquina, es una cruz más pesada de lo
que sospechamos y el que se acerca a ella buscando el placer, lo hace por huir
de otra cruz. Hablan los dos, regatean, prometen, se arreglan al fin y allá van
por la calle adelante, con prisa y con la cruz a cuestas, y cuando regresan,
cuando ya han tratado de aplacar su hambre de felicidad, sienten defraudados
que ha aumentado su cruz, que es mayor. En ella, asco y envilecimiento, en él,
desolación.
Toda
ciudad en definitiva es un bosque, una selva, una colmena de cruces, ¿Y sabes
amigo por qué a veces nuestra cruz resulta intolerable? ¿Sabes por qué llega a
convertirse en desesperación y suicidio? Porque entonces nuestra cruz, es una
cruz sola, sin Cristo, solamente se puede tolerar cuando lleva un Cristo entre
sus brazos.
Una
cruz laica, sin sangre ni amor de Dios, es absurda, no tiene sentido, por eso,
se me ocurre una idea: Yo tengo un Cristo sin cruz y tú tienes, tal vez, una
cruz sin Cristo. Los dos están incompletos. Mi Cristo no descansa, porque le
falta su cruz, tú no resistes tu cruz porque te falta Cristo. ¿Por qué no le
das esta noche tu cruz vacía al Cristo? Tú tienes una cruz sola, vacía, helada,
negra, sin sentido. Te comprendo, sufrir así es irracional y no me explico
¿Cómo has podido tolerarla tanto tiempo? Tienes el remedio en tus manos… anda,
dame esa cruz tuya, dámela, te doy en cambio, este Cristo sin reposo y sin
cruz. Tómalo, es tuyo, dale tu cruz, toma mi Cristo; júntalos, clávalos,
abrázalos y todo habrá cambiado.
Mi
Cristo roto descansa en tu cruz, tu cruz se ablanda con mi Cristo en ella.
Hemos encontrado una cruz, la nuestra, que resulta ser la de Cristo…
¡¿Quién
te partió la cara?!
Cristo,
yo había oído muchas veces esta amenaza en labios trémulos por el odio:
“¡MIRA
QUE TE PARTO LA CARA!” Y siempre pensé que todo suele quedar en un puñetazo, un
bofetón, una cuchillada en la mejilla. Sólo en Ti se ha cumplido literalmente
la brutal amenaza, te han partido la cara de un solo tajo.
Yo
se la hubiera restaurado, pero Él me lo prohibió. Por eso me dedico en un juego
de fantasía y cariño, a restaurársela idealmente, colocando sobre su cabeza sin
facciones, las caras que para mi Cristo, ha soñado el arte universal. Consumo
en este juego, museos, colecciones, galerías, catedrales, pinacotecas. Todo va
pasando por el tajo de su cara en un desfile lento, y me siento Velázquez o
Juan de Meza, con un patetismo barroco, o Montañés con olímpica belleza, o
Leonardo, de infinita tristeza.
Pero
desde hace unos días, he tenido que renunciar también al consuelo de este
juego, ¡el Cristo roto es terrible en su exigencia!, no concibe treguas, y me
lo ha prohibido también. Yo creí al principio que le gustaba, al menos lo
toleraba silencioso, hasta que un día me interrumpió severamente:
–
¡BASTA! No me pongas ya más caras, he tolerado tu juego demasiado tiempo. ¿No
acabas de comprenderlo? No me pongas más esas caras que pides de limosna, al
arte de los hombres. ¡Quiero estar así, sin cara! Prometiste que jamás me
restaurarías… a no ser, que quieras ensayar otro juego, ponerme otras caras.
Esas… sí las aceptaré.
–
¿Cuáles Señor? Te las pondré enseguida. Dime qué caras y te las pongo.
–
Temo que no lo entiendas, incluso que te escandalices como los fariseos… Me
refiero a otros rostros, pero reales, no fingidos como los que inventabas, y
que son también míos, como el que me cortaron de un tajo.
–
Ahh, ya creo adivinar Señor, te refieres a las caras de los santos, de los
apóstoles, de los mártires…
–
Esas caras en verdad, son mías. Nadie me las niega ni me las regatea. Pero yo
quiero otras, las reclamo, muy pocos se atreverían a ponérselas, Yo sí.
Hizo
un descanso, como para tomar fuerzas. Respiró profundamente. Yo estaba
asustado, tenía miedo, pero no había remedio. Entonces me dijo:
–
Oye, ¿No tienes por ahí un retrato de tu enemigo? De ese que te tiene envidia y
que no te deja vivir; del que interpreta mal por sistema todas tus cosas, del
que siempre va hablando mal de ti, del que te arruinó, del que dio malos y
decisivos informes sobre ti, del traidor que te puso una zancadilla, del que
logró echarte del puesto que tenías, del que te denunció, del que te metió en
la cárcel…
–
Cristo, ¡no sigas!
– Es
demasiado, ¿Verdad?
– Es
inhumano, es absurdo…
–
¿Te has fijado bien en la cara de los leprosos, de los anormales, de los
idiotizados, de los mendigos sucios, de los imbéciles, de los locos…?
–
¿Y…? ¿Y me vas a decir Cristo, que esas caras son tuyas y… y que te las ponga?
No, no, imposible.
–
¡Espera! no acabo aún… Toma bien nota de esta última lista y no olvides ningún
rostro: Tienes que ponerme la cara del blasfemo, del suicida, del degenerado,
del ladrón, del borracho, del asesino, del criminal, del traidor, del vicioso.
¿No has oído?
¡Necesito
que pongas todos esos rostros sobre el mío!
–
…No, no Señor… -contesté— ¡No entiendo nada! ¿Todos esos rostros miserables y
corruptos sobre el tuyo, sagrado y divino?
–
¡Sí, así lo quiero! ¿No ves que todos ellos pertenecen a esta pobre humanidad
doliente creada por mi padre? ¿No te das cuenta que yo he dado la vida por
todos?
Quizá
ahora comprendas lo que fue la Redención.
Escucha:
Yo, como hijo de Dios, me hice responsable voluntariamente de todos los errores
y pecados de la humanidad. Todo pesaba sobre Mí, mi Padre se asomó desde el
cielo para verme en la cruz y contemplarse en Mi rostro, clavó sus ojos en Mí y
su pasmo fue infinito. Sobre mi rostro, vio sobrepuesta sucesiva y
vertiginosamente las caras de todos los hombres. Desde el cielo, durante
aquellas tres horas terribles de mi agonía en la cruz, contemplaba el desfile
trágico de la humanidad vencida, mientras tanto Yo le decía:
“¡Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen!” No era Yo sólo quien moría en la
cruz, eran miles y miles de dolientes seres humanos, derrotados muchos por sus
propias pasiones, por sus errores, por sus pecados. El desfile era terrible,
repugnante, grosero. Mi Padre vio pasar sobre mi rostro la cara del soberbio;
la del sectario, imaginando la destrucción de Dios, la del asesino frío y
desalmado…
Había
labios repugnantes, ojeras hundidas marcadas con fuego de lujuria, alientos
insoportables de ebriedad, palidez de madrugadas encenagadas en el vicio,
sórdidos rictus de amargura y desesperación, turbadoras miradas de perversión y
delito, de subterráneas anormalidades inconfesables y oscuras. Toda la derrota
y las lacras de una humanidad irredenta, la agonía, la muerte. Y mi Padre…
Dios, las amó a todas y perdonó sus pecados”.
Mi
Cristo calló, qué pobre y ridículo me pareció el arte de los hombres y qué
profundo e insondable el amor de Dios. Y desde entonces, enmudeció. No volvió a
hablarme más.
No
olvidemos nunca esta suprema y difícil lección. No olvidemos nunca la
superficie lisa del rostro de mi Cristo, tajado verticalmente. Podríamos
compararlo con un portarretrato vacío. En él se nos ofrece la oportunidad de
colocar la cara de aquél o aquellos que nos han hecho daño o que odiamos
profundamente, haciéndonos más daño a nosotros mismos que a quien es objeto de
nuestro rencor.
¡Sí…,
sí, seamos valientes! Recordemos el rostro que mayor odio y antipatía nos
produzca, acerquémoslo a Cristo, aunque sintamos temblar nuestro pulso.
Coloquémoslo sobre el suyo e imaginemos que nuestro enemigo, ese ser que
odiamos, ocupa su lugar en la cruz. Cerremos los ojos, acerquémonos al
crucificado y besemos reverentes y humildes su figura.
Al
besar un Cristo, con el rostro de nuestro enemigo, nos envolverá una voz cálida
y musical, paternal y bondadosa. Aquélla que hace muchos siglos nos dejara la
más grande y maravillosa herencia que hombre alguno pueda tener, encerrada en
sólo seis sencillas palabras:
“Amaos
los unos a los otros”.
Libro:
“Mi Cristo roto” - Autor: Ramón Cué S. J
Además,
en este link podés ver la obra de teatro adaptada por Alberto Mayagoitia:
https://youtu.be/7abKMVNAIGo