OFICINA PARA LAS CELEBRACIONES
LITÚRGICAS DEL SUMO PONTÍFICE
VIA CRUCIS EN EL COLISEO PRESIDIDO POR EL SANTO PADRE FRANCISCO
«EL ROSTRO DE CRISTO, EL ROSTRO DEL HOMBRE»
MEDITACIONES de S.E. Mons. Giancarlo
Maria BREGANTINI,
Arzobispo de Campobasso-Boiano
INTRODUCCIÓN
«El que lo vio da testimonio, y su
testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros
creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No le quebrarán un
hueso”; y en otro lugar la Escritura dice: “Mirarán al que atravesaron”» (Jn
19,35-37).
Dulce Jesús,
subiste al Gólgota sin hesitar, como gesto de
amor,
y te dejaste crucificar sin lamento.
Humilde hijo de María,
cargaste con nuestra noche
para mostrarnos con cuánta luz
querías henchir nuestro corazón.
En tu dolor, reside nuestra redención,
en tus lágrimas, se bosqueja la «hora»
en la que se desvela el amor gratuito de Dios.
Siete veces perdonados
en tus últimos suspiros de hombre entre los
hombres,
nos devuelves a todos al corazón del Padre,
para indicarnos en tus últimas palabras
la vía redentora para todo nuestro dolor.
Tú, el plenamente encarnado, te anonadas en la
cruz,
solamente comprendido por Ella, la Madre,
que permanecía fielmente al pie de aquel
patíbulo.
Tu sed es fuente de esperanza siempre
encendida,
mano tendida incluso para el malhechor
arrepentido,
que hoy, gracias a ti, dulce Jesús, entra en
el paraíso.
Concédenos a todos nosotros, Señor Jesús
crucificado,
tu infinita misericordia,
perfume de Betania en el mundo,
gemido de vida para la humanidad.
Y, confiados finalmente en las manos de tu
Padre,
ábrenos la puerta de la vida que nunca muere.
Amén.
PRIMERA ESTACIÓN
Jesús condenado a muerte
El dedo acusador
«Pilato volvió a dirigirles la palabra
con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo,
crucifícalo!”. Por tercera vez les dijo: “Pues, ¿qué mal ha hecho este? No he
encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así es que le daré un
escarmiento y lo soltaré”. Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos
que lo crucificara; e iba creciendo su griterío. Pilato entonces sentenció que
se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en
la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad» (Lc
23,20-25).
Un Pilato atemorizado que no busca la
verdad, el dedo acusador y el creciente clamor de la multitud, son los primeros
pasos de la muerte de Jesús. Inocente como un cordero cuya sangre salva a su
pueblo. Ese Jesús, que ha pasado entre nosotros curando y bendiciendo, es
condenado ahora a la pena capital. Ninguna palabra de gratitud por parte del
gentío que, en cambio, elige a Barrabás. Para Pilato, se convierte en un caso
embarazoso. Lo entrega a la muchedumbre y se lava las manos, enteramente
apegado a su poder. Lo entrega para que sea crucificado. No quiere saber nada
de él. Para él, el caso está cerrado.
La condena apresurada de Jesús acoge
así las acusaciones fáciles, los juicios superficiales entre la gente, las
insinuaciones y prejuicios, que cierran el corazón y se convierten en cultura
racista, de exclusión y descarte, con cartas anónimas y horribles calumnias. Si
acusados, se salta inmediatamente en primera página; si absueltos, se termina
en la última.
¿Y nosotros? ¿Sabremos tener una
conciencia recta y responsable, transparente, que nunca dé la espalda al
inocente, sino que luche con valor en favor de los débiles, resistiéndose a la
injusticia y defendiendo por doquier la verdad ultrajada?
==========
ORACIÓN
Señor Jesús,
hay manos que amparan y hay manos que firman
sentencias injustas.
Haz que, ayudados por tu gracia, no
descartemos a nadie.
Defiéndenos de la calumnia y la mentira.
Ayúdanos a buscar siempre la verdad,
y a estar siempre de parte de los débiles.
Y concede tu luz a quien, por misión, debe
juzgar en el tribunal,
para que emita siempre sentencias justas y
verdaderas. Amén.
SEGUNDA ESTACIÓN
Jesús con la cruz a cuestas
El pesado madero de la crisis
«Él llevó nuestros pecados en su
cuerpo hasta el leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia.
Con sus heridas fuisteis curados. Pues andabais errantes como ovejas, pero ahora
os habéis convertido al pastor y guardián de vuestras almas» (1 P 2,24-25).
Pesa el madero de la cruz, porque, en
él, Jesús lleva consigo todos nuestros pecados. Se tambalea bajo este peso,
demasiado grande para un solo hombre (cf. Jn 19,17).
Es también el peso de todas las
injusticias que ha causado la crisis económica, con sus graves consecuencias
sociales: precariedad, desempleo, despidos; un dinero que gobierna en lugar de
servir, la especulación financiera, el suicidio de empresarios, la corrupción y
la usura, las empresas que abandonan el propio país.
Esta es la pesada cruz del mundo del
trabajo, la injusticia en la espalda de los trabajadores. Jesús la carga sobre
sus hombros y nos enseña a no vivir más en la injusticia, sino a ser capaces,
con su ayuda, de crear puentes de solidaridad y esperanza, para no ser ovejas
errantes ni extraviadas en esta crisis.
Volvamos, pues, a Cristo, pastor y
guardián de nuestras almas. Luchemos juntos por el trabajo en reciprocidad,
superando el miedo y el aislamiento, recuperando la estima por la política y
tratando de solventar juntos los problemas.
La cruz, entonces, se hará más ligera,
si la llevamos con Jesús y la levantamos todos juntos, porque con sus heridas –
resquicios de luz – hemos sido curados.
==========
ORACIÓN
Señor Jesús,
cada vez se hace más densa nuestra noche.
La pobreza se torna miseria.
No tenemos pan para los hijos y nuestras redes
están vacías.
Nuestro futuro es incierto. Vela por el
trabajo que falta.
Despierta en nosotros el celo por la justicia,
para que no arrastremos la vida,
sino que la llevemos con dignidad. Amén.
TERCERA ESTACIÓN
Jesús cae por primera vez
La fragilidad que se abre a la acogida
«Él soportó nuestros sufrimientos y
aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y
humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por
nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él» (Is 53,4-5).
Es un Jesús frágil, muy humano, el que
contemplamos con asombro en esta estación de gran dolor. Pero es precisamente
esta caída en tierra lo que revela aún más su inmenso amor. Está acorralado por
el gentío, aturdido por los gritos de los soldados, cubierto por las llagas de
la flagelación, lleno de amargura interior por la inmensa ingratitud humana. Y
cae. Cae por tierra.
Pero en esta caída, en este ceder al
peso y la fatiga, Jesús vuelve a ser una vez más maestro de vida. Nos enseña a
aceptar nuestras fragilidades, a no desanimarnos por nuestros fallos, a
reconocer con lealtad nuestras limitaciones: «El deseo del bien está a mi
alcance – dice san Pablo – pero no el realizarlo» (Rm 7,18).
Con esta fuerza interior que viene del
Padre, Jesús también nos ayuda a aceptar las debilidades de los demás; a no
indignarnos con quien ha caído, a no ser indiferentes con quien cae. Y nos da
la fuerza para no cerrar la puerta a quien llama a nuestra casa pidiendo asilo,
dignidad y patria. Conscientes de nuestra fragilidad, acogeremos entre nosotros
la fragilidad de los emigrantes, para que encuentren seguridad y esperanza.
En efecto, en el agua sucia del
cántaro del Cenáculo, es decir, en nuestra fragilidad, es donde se refleja el
verdadero rostro de nuestro Dios. Por eso, «todo espíritu que confiesa a
Jesucristo venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4,2).
==========
ORACIÓN
Señor Jesús,
que te has humillado para rescatar nuestra
debilidad,
haznos capaces de entrar en una verdadera
comunión
con nuestros hermanos más pobres.
Arranca de nuestro corazón toda raíz de miedo
y cómoda indiferencia,
que nos impide reconocerte en los emigrantes,
para dar testimonio de que tu Iglesia no tiene
fronteras,
sino que es verdadera madre de todos. Amén.
CUARTA ESTACIÓN
Jesús se encuentra con la Madre
Lágrimas solidarias
«Simeón los bendijo, diciendo a María,
su madre: “Mira, este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se
levanten; y será como un signo de contradicción: así quedará clara la actitud
de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2,34-35). «Llorad
con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros» (Rm
12,15-16).
Este encuentro de Jesús con María, su
madre, está cargado de emoción, de lágrimas amargas. En él se expresa la fuerza
invencible del amor materno, que supera todo obstáculo y sabe abrir caminos.
Pero impresiona aún más la mirada solidaria de María, que comparte e infunde
fuerza al Hijo. Nuestro corazón se llena así de asombro al contemplar la
grandeza de María, precisamente en su hacerse, ella misma criatura, «prójimo»
para con su Dios y su Señor.
Ella recoge las lágrimas de todas las
madres por sus hijos lejanos, por los jóvenes condenados a muerte, asesinados o
enviados a la guerra, especialmente por los niños soldados. En ellas escuchamos
el lamento desgarrador de las madres por sus hijos, moribundos a causa de
tumores producidos por la quema de residuos tóxicos.
¡Qué lágrimas tan amargas!
¡Solidaridad en compartir la ruina de los hijos! Madres que velan en la noche,
con las luces encendidas, temblando por los jóvenes abrumados por la
inseguridad o en las garras de la droga y el alcohol, especialmente las noches
del sábado.
Junto a María, nunca seremos un pueblo
huérfano. Nunca olvidados. Como a san Juan Diego, María también nos ofrece a
nosotros la caricia de su consuelo materno, y nos dice: «No se turbe tu corazón
[…] ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286).
==========
ORACIÓN
Salve, Madre,
dame tu santa bendición.
Bendíceme, a mí y a toda mi casa.
Dígnate ofrecer a Dios todo lo que hoy haré y
soportaré,
unido a tus méritos y a los de tu santísimo
Hijo.
Te ofrezco y dedico todo mi ser y todas mis
cosas a tu servicio,
poniéndome por entero bajo tu manto.
Obtén para mí, Señora, la pureza de la mente y
del cuerpo,
y haz que, en este día,
no haga nada que desagrade a Dios.
Te lo pido por tu Inmaculada Concepción
y tu intacta virginidad. Amén
(San Gaspar Bertoni).
QUINTA ESTACIÓN
El Cireneo ayuda a Jesús a llevar la
cruz
La mano amiga que levanta
«A uno que pasaba, de vuelta del
campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar
la cruz» (Mc 15,21).
Simón de Cirene pasa casualmente por
allí. Pero se convierte en un encuentro decisivo en su vida. Él volvía del
campo. Hombre de fatigas y vigor. Por eso se le obligó a llevar la cruz de
Jesús, condenado a una muerte infame (cf. Flp 2,8).
Pero este encuentro, el principio
casual, se trasformará en un seguimiento decisivo y vital de Jesús, llevando
cada día su cruz, negándose a sí mismo (cf. Mt 16,24-25). En efecto, Simón es
recordado por Marcos como el padre de dos cristianos conocidos en la comunidad
de Roma: Alejandro y Rufo. Un padre que ha impreso ciertamente en el corazón de
los hijos la fuerza de la cruz de Jesús. Porque la vida, si uno se aferra
demasiado a ella, enmohece y se agosta. Pero si la ofrece, florece y se
convierte en espiga de grano, para él y para toda la comunidad.
En esto radica la verdadera cura de
nuestro egoísmo, siempre al acecho. La relación con el otro nos rehabilita y
crea una hermandad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada
del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que puede soportar
las penas de la vida, apoyándose en el amor de Dios. Sólo con el corazón abierto
al amor divino, me veo impulsado a buscar la felicidad de los demás en tantos
gestos de voluntariado: una noche en el hospital, un préstamo sin intereses,
una lágrima enjugada en familia, la gratuidad sincera, el compromiso con altas
miras por el bien común, el compartir el pan y el trabajo, venciendo toda forma
de recelo y envidia.
El mismo Jesús nos lo recuerda: «Lo
que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25,40).
==========
ORACIÓN
Señor Jesús,
en el Cireneo amigo vibra el corazón de tu
Iglesia,
que se hace refugio de amor para cuantos
tienen sed de ti.
La ayuda fraterna es la clave para atravesar
juntos la puerta de la Vida.
No permitas que nuestro egoísmo nos haga pasar
de largo,
y ayúdanos a derramar el ungüento de
consolación en las heridas de los otros,
para hacernos compañeros leales de camino,
sin evasivas y sin cansarnos nunca de optar
por la fraternidad. Amén.
SEXTA ESTACIÓN
Verónica enjuga el rostro de Jesús
La ternura femenina
«Oigo en mi corazón: “Buscad mi
rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro. No rechaces con
ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios
de mi salvación» (Sal 26,8-9).
Jesús se arrastra con dificultad,
jadeando. Pero la luz de su rostro se mantiene intacta. No hay ofensa que pueda
oponerse a su belleza. Los salivazos no la han empañado. Los golpes no han
conseguido quebrarla. Este rostro se parece a una zarza ardiente que, cuanto
más se le ultraja, más consigue emanar una luz de salvación. De los ojos del
Maestro manan lágrimas silenciosas. Lleva el peso del abandono. Sin embargo,
Jesús avanza, no se detiene, no vuelve atrás. Afronta la opresión. Está turbado
por la crueldad, pero él sabe que su muerte no será en vano.
Jesús, entonces, se detiene ante una
mujer que viene a su encuentro sin titubeos. Es la Verónica, verdadera imagen
femenina de la ternura.
El Señor encarna aquí nuestra
necesidad de gratuidad amorosa, de sentirnos amados y protegidos por gestos de
solicitud y de cuidados. Las caricias de esta criatura se empapan de la sangre
preciosa de Jesús y parecen purificarlo de las profanaciones recibidas en
aquellas horas de tortura. La Verónica consigue tocar al dulce Jesús, rozar su
candor. No sólo para aliviar, sino para participar en su sufrimiento. Reconoce
en Jesús a cada prójimo que ha de consolar, con un toque de ternura, para
entrar en el gemido de dolor de los que hoy no reciben asistencia ni calor de
compasión. Y mueren de soledad.
==========
ORACIÓN
Señor Jesús,
¡qué amarga la indiferencia de quien creíamos
a nuestro lado en los momentos de desolación!
Pero tú nos cubres con ese paño
que lleva impresa tu sangre preciosa,
que has derramado a lo largo del camino del
abandono,
que también tú sufriste injustamente.
Sin ti, no tenemos
ni podemos dar alivio alguno. Amén.
SÉPTIMA ESTACIÓN
Jesús cae por segunda vez
La angustia de la cárcel y de la
tortura
«Me rodeaban cerrando el cerco... Me
rodeaban como avispas, ardiendo como el fuego en las zarzas, en el nombre del
Señor los rechacé. Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me
ayudó... Me castigó, me castigó el Señor, pero no me entregó a la muerte»(Sal
117,11.12-13.18).
En Jesús se cumplen verdaderamente las
antiguas profecías del Siervo humilde y obediente, que carga sobre sus hombros
toda nuestra historia de dolor. Y así, Jesús, llevado a empellones, se desploma
por la fatiga y la opresión, rodeado, circundado por la violencia, ya sin
fuerzas. Cada vez más solo, cada vez más en la oscuridad. Lacerado en la carne,
con los huesos magullados.
En él reconocemos la amarga
experiencia de los detenidos en prisión, con todas sus contradicciones
inhumanas. Rodeados y cercados, «empujados para derribarlos». A la cárcel se la
mantiene aún hoy demasiado lejana, olvidada, rechazada por la sociedad civil.
Hay absurdos de la burocracia, lentitud de la justicia. El hacinamiento es una
doble pena, un dolor agravado, una opresión injusta, que desgasta la carne y
los huesos. Algunos – demasiados – no sobreviven... Y aun cuando un hermano
nuestro sale, lo seguimos considerando «ex recluso», cerrándole así las puertas
del rescate social y laboral.
Pero más grave es la tortura, por
desgracia muy practicada en varias partes de la tierra de muchos modos. Como lo
fue para Jesús, también él golpeado, humillado por la soldadesca, torturado con
la corona de espinas, azotado con crueldad.
Ante esta caída, cómo nos percatamos
de la verdad de aquellas palabras de
Jesús: «Estuve en la cárcel y no me visitasteis» (Mt 25,36). En toda cárcel,
junto a cada torturado, siempre está él, el Cristo que sufre, encarcelado y
torturado. Aunque probados duramente, él es nuestra ayuda, para no ser
entregados al miedo. Sólo juntos nos levantamos, acompañados por agentes
apropiados, apoyados en la mano fraterna de los voluntarios y rescatados de una
sociedad civil que hace suyas las muchas injusticias cometidas dentro de los
muros de una prisión.
==========
ORACIÓN
Señor Jesús,
una conmoción indecible me embarga
al verte postrado en tierra por mí.
No hallas mérito alguno, sino una multitud de
pecados, incongruencias, debilidades.
Y ¡qué amor de predilección como respuesta!
Al margen de la sociedad, denigrados por los
juicios,
tú nos has bendecido para siempre.
Dichosos nosotros si hoy estamos aquí, por
tierra, contigo, rescatados de la condena.
Haz que no eludamos nuestras
responsabilidades,
concédenos vivir en tu humillación, a salvo de
toda pretensión de omnipotencia,
para renacer a una vida nueva como criaturas
hechas para el cielo. Amén.
OCTAVA ESTACIÓN
Jesús encuentra a las mujeres de
Jerusalén
Compartir, no sólo conmiseración
«Hijas de Jerusalén, no lloréis por
mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos» (Lc 23,28).
Las figuras femeninas en el camino del
dolor se presentan como antorchas encendidas. Mujeres de fidelidad y valor que
no se dejan intimidar por los guardias ni escandalizar por las llagas del Buen
Maestro. Están dispuestas a encontrarlo y consolarlo. Jesús está allí, ante
ellas. Hay quien lo pisotea mientras cae por tierra agotado. Pero las mujeres
están allí, listas para darle ese cálido latido que el corazón ya no puede
contener. Antes lo observan desde lejos, pero luego se acercan, como hace el
amigo, el hermano o hermana cuando se da cuenta de las dificultades del ser
querido.
Jesús se impresiona por su llanto
amargo, pero les exhorta a no desgastar el corazón en verlo tan maltratado, a
no ser mujeres que lloran, sino creyentes. Pide un dolor compartido y no una
conmiseración sollozante. No más lamentos, sino deseos de renacer, de mirar
hacia adelante, de proceder con fe y esperanza hacia esa aurora de luz que
surgirá aún más cegadora sobre la cabeza de quienes caminan con los ojos
puestos en Dios. Lloremos por nosotros mismos si aún no creemos en ese Jesús
que nos ha anunciado el Reino de la salvación. Lloremos por nuestros pecados no
confesados.
Y lloremos también por esos hombres
que descargan sobre las mujeres la violencia que llevan dentro. Lloremos por las
mujeres esclavizadas por el miedo y la explotación. Pero no basta compungirse y
sentir compasión. Jesús es más exigente. Las mujeres deben ser amadas como un
don inviolable para toda la humanidad. Para hacer crecer a nuestros hijos, en
dignidad y esperanza.
==========
ORACIÓN
Señor Jesús,
frena la mano que ataca a las mujeres.
Libera su corazón del abismo de la
desesperación
cuando se convierten en víctimas de la
violencia.
Enjuga su llanto cuando se encuentran solas.
Y abre nuestro corazón para compartir todo
dolor,
con sinceridad y fidelidad,
más allá de la compasión natural,
para hacernos instrumentos de la verdadera
liberación. Amén.
NOVENA ESTACIÓN
Jesús cae por tercera vez
Superar la nociva nostalgia
«¿Quién podrá apartarnos del amor de
Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la
desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?... Pero en todo esto vencemos de sobra
gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).
San Pablo enumera sus pruebas, pero
sabe que Jesús ha pasado antes por ellas, que en el camino hacia el Gólgota
cayó una, dos, tres veces. Destrozado por la tribulación, la persecución, la
espada; oprimido por el madero de la cruz. Exhausto. Parece decir, como
nosotros en tantos momentos de oscuridad: «¡Ya no puedo más!».
Es el grito de los perseguidos, los
moribundos, los enfermos terminales, los oprimidos por el yugo.
Pero en Jesús se ve también su fuerza:
«Si hace sufrir, se compadece» (Lm 3,32). Nos muestra que en la aflicción
siempre está su consuelo, un «más allá» que se entrevé en la esperanza. Como la
poda de la vid que el Padre celestial, con sabiduría, hace precisamente con los
sarmientos que dan fruto (cf. Jn 15,8). Nunca para cercenar, sino siempre para
rebrotar. Como una madre cuando llega su hora: se inquieta, gime, sufre en el
parto. Pero sabe que son los dolores de la nueva vida, de la primavera en flor,
precisamente por esa poda.
Que la contemplación de Jesús caído,
pero capaz de ponerse en pie, nos ayude a vencer la congoja que el temor por el
mañana imprime en nuestro corazón, especialmente en este tiempo de crisis.
Superemos la nociva nostalgia del pasado, la comodidad del inmovilismo, del
«siempre se ha hecho así». Ese Jesús que se tambalea y cae, pero que luego se
levanta, es la certeza de una esperanza que, alimentada por la oración intensa,
nace precisamente durante la prueba, y no después de la prueba ni sin prueba.
Por la fuerza de su amor, saldremos más que victoriosos.
==========
ORACIÓN
Señor Jesús,
te rogamos que levantes del polvo al mísero,
levanta a los pobres de la inmundicia, hazlos
sentar con los jefes del pueblo
y asígnales un puesto de honor.
Quiebra el arco de los fuertes y reviste a los
débiles de vigor,
porque sólo tú nos haces ricos precisamente con
tu pobreza (cf. 1 S, 2,4-8; 2 Co 8,9). Amén.
DÉCIMA ESTACIÓN
Jesús es despojado de las vestiduras
La unidad y la dignidad
«Los soldados, cuando crucificaron a
Jesús, cogieron su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y
apartaron la túnica. Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de
arriba abajo. Y se dijeron: “No la rasguemos, sino echémosla a suerte, a ver a
quién le toca”. Así se cumplió la Escritura: “Se repartieron mis ropas y
echaron a suerte mi túnica”. Esto hicieron los soldados»(Jn 19,23-24).
No dejaron ni un trozo de tela que
cubriera el cuerpo de Jesús. Lo despojaron. No tenía manto ni túnica, ningún
vestido. Lo desnudaron como un acto de humillación extrema. Sólo le cubría la
sangre, que borbotaba de sus numerosas heridas.
La túnica queda intacta: es símbolo de
la unidad de la Iglesia, una unidad que se ha de recobrar mediante un camino
paciente, una paz artesana, construida día a día en un tejido recompuesto con
los hilos de oro de la fraternidad, en un clima de reconciliación y perdón
mutuo.
En Jesús, inocente, despojado y
torturado, reconocemos la dignidad violada de todos los inocentes,
especialmente de los pequeños. Dios no impidió que su cuerpo despojado fuera
expuesto en la cruz. Lo hizo para rescatar todo abuso injustamente cubierto, y
demostrar que él, Dios, está irrevocablemente y sin medias tintas de parte de
las víctimas.
==========
ORACIÓN
Señor Jesús,
queremos volver a ser inocentes como niños,
para poder entrar en el reino de los cielos,
purificados de nuestra suciedad y de nuestros
ídolos.
Retira de nuestro pecho el corazón de piedra
de las divisiones,
que hacen a tu Iglesia poco creíble.
Danos un corazón nuevo y un espíritu nuevo,
para vivir según tus preceptos
y observar y poner en práctica tus leyes.
Amén.
Jesús clavado en la cruz
En el lecho de los enfermos
«Lo crucificaron y se repartieron sus
ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era media
mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito:
“El rey de los judíos”. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y
otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: “Lo consideraron
como un malhechor”» (Mc 15,24-28).
Y lo crucificaron. La pena de los
infames, de los traidores, de los esclavos rebeldes. Esta es la pena que se
aplica a nuestro Señor Jesús: ásperos clavos, dolor lacerante, la congoja de la
madre, la vergüenza de verse acomunado a dos bandidos, la ropa repartida entre
los soldados como un botín, la burlas crueles de quienes pasaban por allí: «A
otros ha salvado y él no se puede salvar..., que baje ahora de la cruz y le
creeremos» (Mt 27,42).
Y lo crucificaron. Jesús no desciende,
no abandona la cruz. Permanece obediente hasta el fin a la voluntad del Padre.
Ama y perdona.
También hoy, como Jesús, muchos
hermanos y hermanas nuestros están clavados al lecho de dolor, en hospitales,
asilos de ancianos, en nuestras familias. Es el tiempo de la prueba, de días
amargos, de soledad e incluso de desesperación: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?» (Mt 27,46).
Que nuestra mano nunca sea para
clavar, sino siempre para acercar, consolar y acompañar a los enfermos,
levantándolos de su lecho de dolor. La enfermedad no pide permiso. Llega
siempre de improviso. A veces trastoca, limita los horizontes, pone a dura
prueba la esperanza. Su hiel es amarga. Sólo si tenemos junto a nosotros a
alguien que nos escucha, que nos es cercano, que se sienta en nuestro lecho...,
entonces la enfermedad puede convertirse en una gran escuela de sabiduría, en
encuentro con el Dios paciente. Cuando alguno toma sobre sí nuestra enfermedad
por amor, también la noche del dolor se abre a la luz pascual de Cristo
crucificado y resucitado. Lo que humanamente es una condena, puede
transformarse en un ofrecimiento redentor por el bien de nuestras comunidades y
familias. A ejemplo de los Santos.
==========
ORACIÓN
Señor Jesús,
no te alejes de mí,
siéntate en mi lecho de dolor y hazme
compañía.
No me dejes solo, tiende tu mano y levántame.
Yo creo que tú eres el Amor,
y creo que tu voluntad es la expresión de tu
amor;
por eso me encomiendo a tu voluntad,
porque me confío a tu amor. Amén.
DUODÉCIMA ESTACIÓN
Jesús muere en la cruz
El suspiro de las siete palabras
«Después de esto, sabiendo Jesús que
ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”.
Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en
vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el
vinagre, dijo: “Está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu»
(Jn 19,28-30).
Las siete palabras de Jesús en la cruz
son una obra maestra de esperanza. Jesús, lentamente, con pasos que también son
los nuestros, atraviesa toda la oscuridad de la noche, para abandonarse
confiado en los brazos del Padre. Es el gemido de los moribundos, el grito de
los desesperados, la invocación de los perdedores. Es Jesús.
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» (Mt 27,46). Es el grito de Job, de todo hombre bajo el peso de la
desgracia. Y Dios guarda silencio. Calla porque su respuesta está allí, en la
cruz: él mismo, Jesús, es la respuesta de Dios, Palabra eterna encarnada por
amor.
«Acuérdate de mí...» (Lc 23,42). La
invocación fraterna del malhechor, convertido en compañero de dolor, llega al
corazón de Jesús, que siente en ella el eco de su propio dolor. Y Jesús acoge
la súplica: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,42-43). El dolor del
otro nos redime siempre, porque nos hace salir de nosotros mismos.
«Mujer, ahí tienes a tu hijo...» (Jn
19,26). Pero es su Madre, María, que estaba con Juan al pie de la cruz,
rompiendo el acoso del miedo. La llena de ternura y esperanza. Jesús ya no se
siente solo. Como nos pasa a nosotros cuando junto al lecho del dolor está
quien nos ama. Fielmente. Hasta el final.
«Tengo sed» (Jn 19,28). Como el niño
pide de beber a su mamá; como el enfermo abrasado por la fiebre... La sed de
Jesús es la todos los sedientos de vida, de libertad, de justicia. Y es la sed
del mayor de los sedientos, Dios, que infinitamente más que nosotros tiene sed
de nuestra salvación.
«Está cumplido» (Jn 19,30). Todo
cumplido: cada palabra, cada gesto, cada profecía, cada instante de la vida de
Jesús. El tapiz está completo. Los mil colores del amor lucen ahora con
hermosura. Nada se ha desperdiciado. Nada se ha desechado. Todo se ha
convertido en amor. Todo está cumplido, para mí y para ti. Y, así, también el
morir tiene un sentido.
«Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen» (Lc 23,34). Ahora, heroicamente, Jesús sale del miedo a la muerte.
Porque si vivimos en el amor gratuito, todo es vida. El perdón renueva, sana,
transforma y consuela. Crea un pueblo nuevo. Frena las guerras.
«Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu» (Lc 23,46). Ya no más desesperación ante la nada. Más bien plena
confianza en sus manos de Padre, recostado en su corazón. Porque, en Dios, cada
fragmento se compone finalmente en unidad.
==========
ORACIÓN
Oh Dios, que en la pasión de Cristo
nuestro Señor,
nos has liberado de la muerte, heredad del
antiguo pecado,
transmitida a todo el género humano,
renuévanos a imagen de tu Hijo;
y, así como hemos llevado en nosotros por
nacimiento
la imagen del hombre terrenal,
haz que, por la acción de tu Espíritu,
llevemos la imagen del hombre celestial.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.
Jesús es bajado de la cruz y entregado
a su Madre
El amor es más fuerte de la muerte
«Al anochecer llegó un hombre rico de
Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a
Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran» (Mt
27,57-58).
Antes de ser puesto en la tumba, Jesús
es entregado finalmente a su Madre. Es el icono de un corazón destrozado, que
nos dice cómo la muerte no impide el último beso de la madre a su hijo.
Postrada ante el cuerpo de Jesús, María se encadena a él en un abrazo total.
Este icono se llama simplemente «Piedad». Es desgarrador, pero demuestra que la
muerte no quiebra el amor. Porque el amor es más fuerte que la muerte. El amor
puro es perdurable. Ha llegado la tarde. La batalla está vencida. El amor no se
ha truncado. Quién está dispuesto a sacrificar su vida por Cristo, la encontrará.
Transfigurada más allá de la muerte.
En esta trágica entrega, se mezclan
lágrimas y sangre. Como en la vida de nuestras familias, atribuladas a veces
por pérdidas imprevistas y dolorosas, creando un vacío insalvable, sobre todo
cuando muere un niño.
Piedad, entonces, significa hacerse
cercanos de los hermanos en luto y que no se resignan. Es una caridad muy
grande cuidar de quien está sufriendo en el cuerpo llagado, en la mente
deprimida, en el ánimo desesperado. Amar hasta el final es la suprema enseñanza
que nos han dejado Jesús y María. Y la misión fraterna diaria de consuelo, que
se nos entrega en este abrazo fiel entre Jesús muerto y su Madre Dolorosa.
==========
ORACIÓN
Oh, Virgen de los Dolores,
que en nuestros santuarios nos muestras tu
rostro de luz,
mientras que con los ojos hacia el cielo
y las manos abiertas
ofreces al Padre un signo de ofrenda
sacerdotal,
la víctima redentora de tu Hijo Jesús.
Muéstranos la dulzura del último fiel abrazo
y danos tu maternal consuelo,
para que el dolor cotidiano
nunca apague la esperanza de vida más allá de
la muerte. Amén.
DECIMOCUARTA ESTACIÓN
Jesús es puesto en el sepulcro
El jardín nuevo
«Había un huerto en el sitio donde lo
crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado
todavía... Allí pusieron a Jesús» (Jn 19,41-42).
Aquel jardín, donde se encuentra la
tumba en la que Jesús fue sepultado, recuerda otro jardín: el Jardín del Edén.
Un jardín que, a causa de la desobediencia, perdió su belleza y se convirtió en
desolación, lugar de muerte en vez de vida.
Las ramas silvestres que nos impiden
respirar la voluntad de Dios, como el apego al dinero, la soberbia, el derroche
de la vida, se han de cortar e injertarlas ahora en el madero de la cruz. Este
es el nuevo jardín: la cruz plantada en la tierra.
Desde allí, Jesús puede ahora llevar
todo a la vida. Cuando retorne de los abismos infernales, donde Satanás ha
encerrado a muchas almas, comenzará la renovación de todas las cosas. Aquel
sepulcro representa el fin del hombre viejo. Y, como para Jesús, Dios tampoco
ha permitido para nosotros que sus hijos fueran castigados con la muerte
definitiva. La muerte de Cristo abate todos los tronos del mal, basados en la
codicia y la dureza de corazón.
La muerte nos desarma, nos hace
entender que estamos expuestos a una existencia terrenal que termina. Pero,
ante ese cuerpo de Jesús puesto en el sepulcro, tomamos conciencia de lo que
somos: criaturas que, para no morir, necesitan a su Creador.
El silencio que rodea ese jardín nos
permite escuchar el susurro de una suave brisa: «Yo soy el que vive, y yo estoy
con vosotros» (cf. Ex 3,14). El velo del templo se rasgó. Finalmente vemos el
rostro de nuestro Señor. Y conocemos plenamente su nombre: misericordia y fidelidad,
para no quedar nunca confusos, ni siquiera ante la muerte, porque el Hijo de
Dios fue libre en medio de los muertos (cf. Sal 87,6 Vulg.).
==========
ORACIÓN
Protégeme, oh Dios, en ti me refugio.
Tú eres mi heredad y mi copa,
en tus manos está mi vida.
Te pongo siempre ante mí, como mi Señor,
contigo a mi derecha, no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se regocija
mi alma,
y también mi carne descansa segura.
No abandones mi vida en el abismo
ni dejes a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha. Amén.
(cf. Sal 15)